Contrastes
Almagro es un barrio de edificios. Y cada vez más. Hay en construcción alrededor de treinta. Sin embargo, todavía sobreviven pequeños oasis de casas bajas, donde la urbe se relaja y Almagro deja de ser parte del inhóspito centro porteño, para convertirse en un barrio más hogareño. Por eso es indispensable, para comprender mejor su esencia, dividirlo en dos: Almagro “Centro” y Almagro “Oasis”.
Por el este se le cuela un poco de Once, con su desidia nocturna y sus calles con construcciones pero sin hogares. Por el sur y el oeste se le asoman Caballito y Boedo, compartiendo sus casas bajas. Por el norte lo empuja Palermo, con sus inmobiliarias que no dudan en mentirle a sus clientes y robar pedacitos de barrios ajenos para cotizar más alto sus ventas. Y por el centro, como las grietas que dejan los terremotos, lo atraviesa la vía del tren Sarmiento. Los vagones circulan a siete metros bajo la tierra, pero a cielo abierto. Por eso es el barrio con más puentes de Capital Federal. La diversión por excelencia de los nenes y padres está en esperar en el puente a que pase el tren por abajo y decirle chau. A veces los maquinistas están de humor y tocan la bocina, para deleite de padres e hijos que por un segundo se ven embargados por una felicidad tan tonta como real.
Paralela a la vía, se extiende la calle Lezica. Entre Medrano y Gascón, esa cortada se convierte en un micromundo. A sólo dos cuadras de Rivadavia y Medrano, la intersección más caótica de Almagro “Centro”, la paz del pasaje la preserva una cápsula transparente, que no deja entrar los ruidos, ni los edificios, ni el humo de los colectivos, ni la histeria de los peatones. Sólo el galope metálico del tren invade sin permiso. Los moradores de ese submundo hablan bajito entre ellos cuando lavan el auto en la vereda, dicen que para no despertar a sus vecinos de la siesta. Pero además es porque en esas cuadras rige una dinámica propia, ajena al apuro de los que viven afuera. Es la sección más grande de Almagro “Oasis”. Hay otras dos, más pequeñas. Sobreviven porque los colectivos no las atraviesan y los oficinistas, que siempre están llegando tarde a algún lado, tampoco.
Todo Almagro tiene ochenta y tres manzanas, trescientas treinta y dos esquinas, diez hoteles alojamiento y cinco iglesias. La de la virgen Itatí cobra mil pesos por casamiento. La de Don Bosco pide tres mil quinientos por la bendición divina para las parejas. La Iglesia Universal del Reino de Dios no hace casamientos, pero todos los viernes reúne alrededor de mil personas para la misa de liberación, donde la gente cuenta cómo Dios curó sus enfermedades. Además, la iglesia tiene un equipo de seguridad asombroso, que se aposta a lo largo de todo el edificio (antes era el Mercado de Flores), para cuidar la propiedad privada de su Dios. La cuarta también es evangelista y se llama Millón de Almas. Ubicada en el ex cine Roca, es un poco más humilde: ofrece la redención divina bañando a sus seguidores en una Pelopincho de agua bendita. La última es la Iglesia Evangélica Metodista Argentina, con uno de los edificios más tenebrosos y lúgubres de Almagro “Centro”.
Cuando el Mercado de Flores cerró, parecía que también era el fin de los puestos minoristas de sus alrededores. Pero lejos de eso, los locales crecieron. Gracias a ellos el barrio tiene su propia primavera todo el año. Sus principales clientes son los que visitan internados en el Hospital Italiano.
En el bar de esa pequeña ciudad comen mil médicos por día y tres mil pacientes.
Almagro Centro tiene once estaciones de servicio y una sola plaza. Una comisaría, pero siete centros culturales. Está Las Violetas, bar histórico y fino, pero también están Los Viciosos de Almagro, una de las mejores murgas de Capital Federal. Conviven la ORT, colegio privado exclusivo, con el bachiller popular del IMPA, fábrica recuperada por sus trabajadores. Está el club náutico de Hacoaj, y la fundación Arte Sin Techo. Hay siete secundarias públicas y diecisiete privadas.
Este barrio ubicado en el centro geográfico de Capital Federal, encabeza junto con Balvanera, San Telmo y la Boca la zona con mayor índice de edificaciones tomadas. Entre ellas está Gascón 123, con varias ordenes de desalojo encima. Hace veinticinco años que están instalados, pero nunca falta el informarte de la policía, como la señora rubia cincuentona que vive en Díaz Vélez y Gascón, que señala con dedo acusador a Los Pibes del Puente. Ellos mismos se denominan así. Tienen su esquina señalizada con un altar al Gauchito Gil, frente al edificio, aunque no todos viven ahí. Cuando la señora rubia y los vecinos duermen empiezan las disputas barriales. Los Pibes del Puente tienen una puja con los de otra casa tomada en Gascón y Perón. Estos últimos, más agresivos, son nuevos en el barrio. Los límites están bien marcados, hasta Díaz Vélez cada uno tiene su zona. Cuando alguno se pasa, es cuando empiezan las corridas y los gritos.
Los Pibes del Puente aseguran que la policía recluta a los de Perón para robar autos. En la Comisaría 9 dicen que no reciben casi denuncias por robos de autos, pero sí por arrebatos de celulares y carteras, afirman que “es una zona tranquila, no hay crímenes raros”. La policía, sólo la federal, está presente más que nada en el horario bancario. También están presentes los vidrios rotos de los autos en el cordón de la vereda, sobre todo por Gascón, pasando Díaz Vélez, frente al Hospital Italiano.
Por el costado de este hospital, nace la cortada King. Segunda sección de Almagro Oasis. Tiene sólo una cuadra, ningún árbol, y las casas son mucho menos pudientes que las de Lezica. A la vista de un transeúnte apurado no es más que una callecita de veredas angostas y desoladas. Durante el día, la remisería Rivadavia estaciona sus autos a lo largo de la calle, y algún que otro conocedor corta camino. Pero de noche, sin más visión para los mortales que lo que aportan los focos naranjas de sólo dos postes de luz, King cobra vida, pero, aparentemente, para otros seres. Los moradores de este oasis aseguran que cosas raras suceden. Que ven sombras, escuchan voces y cuando se asoman a la ventana no ven a nadie. Cuatro chicas que se refugiaron en su oscuridad para fumar marihuana por primera vez, afirman que ni bien se sentaron en el cordón para prender el cigarrillo, un viento las empujó de atrás. Era una noche de enero y no corría una brisa, sin embargo esa ráfaga fue lo suficientemente fuerte para hacerlas tambalear. Los vecinos de los alrededores nunca vieron nada raro, pero evitan ese lugar porque les da desconfianza. “Malas vibraciones”, le provoca a la moza del bar Demmy, a la vuelta del pasaje, caminar por King.
A una cuadra de la cortada, están los trapitos del Hospital Italiano. Al principio, los vecinos clase media los miraron con desconfianza. Hoy, les dejan las llaves para que les laven el auto. Otros trabajadores callejeros que ya se ganaron su espacio, pero todavía no la confianza de los vecinos, son los limpia vidrios de Medrano y Mitre. Casi siempre son cinco, pero uno destaca sobre el resto. Cuando sus compañeros se escapan a fumar algo a la plazoleta pegada a la vía, él se queda y sigue juntando monedas. Cuando corta el semáforo de Medrano corre hacia Mitre, cuando este corta corre hacia Medrano. No para casi nunca. A veces charla con el señor que atiende la florería. Antes vendía las flores en la esquina, y se quedaba toda la noche vendiendo porque no tenía dónde guardar su mercadería. Hace un año pudo alquilar un local a pocos metros. El limpia vidrios incansable cada dos o tres semáforos cuenta las monedas, y los demás le preguntan cuánto juntó, si ya se va. Solo interrumpe su tarea cuando sale la rubia de pechos operados que vive a lado de la florería. Saca a pasear a su pequeño perro por las mañanas. El señor de la florería dice que la vio actuar en una película pornográfica. Pero el misterio del limpia vidrios incansable no está resuelto. No tiene familia, ni hogar que lo espere, no hay aparentes motivos que lo hagan distinguir de entre sus compañeros. Sólo funciona a un combustible especial.
Las estaciones de servicio de Almagro Centro son el ojo que todo lo ve. Sus empleados podrían ser testigos de múltiples juicios o escribir novelas de no ficción. Saben si los maridos vuelven borrachos, si las esposas bajan de autos con vidrios polarizados, si los hijos fuman en la esquina. Saben si la vecina del sexto D se peleó con el novio, o si la de cuarto A no levantó la caca de su perro. Saben el quién, el cuando y el cómo. Pero esa información esta vedada para los mortales, sólo la comparten con los otros seres omnipresentes del barrio: los porteros de los edificios.
También pueden dividirse en dos grupos, como Almagro. Ambos saben todo, de todos. Pero su diferencia es sustancial, y radica en que unos hacen lo imposible para enterarse de más chismes, y a los otros no les importa en lo más mínimo, y hasta les irrita, la vida de los demás. Es el caso del encargado de un edificio en Palestina, entre Corrientes y Humahuaca. Él admite que sabe muchos secretos ajenos, pero porque no tiene opción. Es el que está presente las veinticuatro horas del día. Sabe sin querer, y ya le molesta. Y que como él, hay muchos, afirma. El encargado de un edificio en Diaz Velez y Acuña de Figueroa es uno de ellos. Odia que lo pongan en la misma bolsa que los demás porteros, porque dice que, encima, él ni siquiera desperdicia agua cuando limpia la vereda. A los del segundo grupo se los reconoce a la legua. Se juntan con el colega de al lado cuando limpian la vereda, y mientras dejan correr el agua como si no fuese potable, intercambian información. Siempre están ahí en el hall, con el cuello estirado mirando quién sale, quién entra.
En Almagro “Centro” también hay situaciones ocultas. Que se cuelan en la vida diaria del transeúnte hasta que se le convierte en naturales, en parte del paisaje. El habitante del centro tiene que hacer un doble esfuerzo para verlas, porque para él la calle no es más que un lugar de paso. Pero en Díaz Vélez al cuatro mil el paisaje cambió radicalmente durante el último mes y hasta los vecinos se dieron cuenta. De un día para el otro, los taxis dejaron de estacionar en la esquina con Acuña de Figueroa y se mudaron setenta metros para atrás, hacia Gascón. Radio taxi Buen Viaje tiene su sede sobre un estacionamiento que atiende un hombre llamado Nicomedes. A los clientes les dice que se llama Nicolás, pero a sus compañeros de vez en cuando se les escapa y lo llaman por su verdadero nombre. Nicomedes tiene la costumbre de abrir el capó de los autos para mirar el motor, cuando sus dueños le dejan la llave. Buen Viaje hace esperar las llamadas a sus taxistas enfrente de lo de Nicomedes, en el bar Los Amigos. Antes esperaban en el restaurante Lo De Mario, pero Mario los echó. Dice que fue porque había un hombre que no era taxista, que recaudaba el dinero de los viajes y de otras cosas. Afirma que ese hombre, además de ser barra brava de River, vende armas. “Ni una cosa, ni la otra”, asegura el de la gomería de al lado del estacionamiento. Cuenta que lo que sucedió, es que el hijo de Mario se junta en el bar del padre con sus amigos motoqueros, y cuando el bar se les llenó de taxistas pusieron el grito en el cielo, porque ellos eran los “dueños de esa esquina”.
A una cuadra esta la fábrica Felt Fort, instalada hace ochenta y cuatro años en el barrio. Micros y más micros de escuelas llegan todas las semanas para que los chicos conozcan la fábrica de fantasías, con las últimas tecnologías y sus instalaciones pulcras. Los empleados hacen cola al mediodía para empezar con sus turnos de trabajo, junto las coupés estacionadas de sus patrones. En la tierra de Ricky Fort los empleados denunciaron despidos injustificados y trabajo en negro. A cinco cuadras de distancia, está el polo opuesto: la fábrica de aluminio recuperada por sus trabajadores, el IMPA. Es una fábrica inmensa, con muy pocas zonas en funcionamiento, pero que los trabajadores logran llenar con cursos, un centro cultural, obras de teatro, el bachiller popular y la recién estrenada Universidad de los Trabajadores.
Sobre la calle Querandíes, paralela a vía, donde está en IMPA, se ubica el tercer sector de Almagro “Oasis”. Esta calle tiene solo tres cuadras. Luego cruza Río de Janeiro, cambia de nombre, y pasa a ser parte de Caballito. Pero mientras le pertenece a Almagro “Oasis”, la conforman una serie de características únicas. Tiene la fábrica, con su monótono y aliviador golpeteo seco, metálico, de las máquinas en funcionamiento. Cuando andan, quiere decir que hoy tampoco los van a desalojar. Los vecinos del sector están pendientes de escuchar la banda sonora del IMPA, para no salir corriendo a ver qué pasó. A Querandíes la corta Pringles, que termina en la vía, dejando sólo un puente peatonal para cruzar. Los adolescentes de la calle cruzan al otro lado para jugar a la pelota sin la supervisión de los adultos, y a los chiquitos no les queda otra opción que quedarse del lado vigilado de la vía. Pero en el pasaje Libres es cuando el oasis alcanza su esplendor. Las abuelas toman tereré en la vereda, los chicos ven pasar el tiempo abajo del árbol y la vida transcurre en la calle. Como si fuera un pueblo. Es esas tres veredas, hasta la transitada Yatay, el tiempo pasa más lento, no hay más ruidos que el metal del tren y la fábrica. Los gritos de los chicos jugando a pelota, las ruedas de un auto perdido en el empedrado, las vecinas charlando.
Almagro es centro, y es oasis, es caos y es chicos jugando a la pelota en la calle. Es riqueza y es pobreza. Almagro es contrastes.